A medida que pasan los días de encierro experimento una serie de sentimientos encontrados. Por un lado, la preocupación, el miedo, la incertidumbre, cierto agobio y claustrofobia. Por el otro, la sensación de tener el privilegio de estar viviendo una experiencia única, inédita, absolutamente transformadora. En la Argentina estamos acostumbrados a vivir en eterna crisis. Curtidos, podríamos decir. Pero ver cómo el planeta entero enfrenta a este enemigo invisible y letal me conmueve, porque nos iguala y nivela de una manera extraordinaria. Ya no hay más Primer Mundo ni «países emergentes». Somos una comunidad en la que todos somos interdependientes. Todos aprendemos del resto; todos aspiramos a lo mismo: despertarnos cuanto antes de esta pesadilla digna de una novela de Stephen King. Tal vez peque de optimismo, por qué no, pero creo que -una vez superada esta pandemia- saldremos enriquecidos, más sabios, más ecuánimes, más humanos. Paradójicamente, nuestra Madre Tierra, tan flagelada y arrasada, parece estar renaciendo durante este «recreo». Hay menos contaminación, las aguas parecen más cristalinas, el aire más diáfano. Propongo que vivamos esto como un llamado de atención, una luz de alarma, una advertencia (tal vez, la última). Y que sepamos aprender esta dura lección y cambiar para mejor.

Publicado en La Nación